SALA ARGENTINA. SAN BLAS CALLING.

Sería aproximadamente 1991. Un día, recibí la llamada de Estanis Núñez, mítico fotógrafo de la escena rockera y heavy de la capital. Él era un asiduo a la Sala Argentina y amigo del dueño y me comentó que estaban buscando a alguien para dar un giro a la programación del sitio. Supongo que alguien les habría hablado de la proliferación de conciertos en Malasaña, donde se gestaba una escena, que si bien era heterogénea a más no poder, tenía un vínculo en común que era el circuito de salas como San Mateo 6, Komitte, El Laboratorio y por encima de todas, el mítico Agapo. Por supuesto, yo era asiduo a todo lo que se hacía, pero de ahí a llevar una programación de una sala había un buen trecho. Y más en este caso.

La Argentina era una discoteca que tuvo su esplendor en los años 70 con la celebración de un montón de conciertos de bandas de rock progresivo como Tapiman, Cerebrum o Maquina! y de R’N’R como Burning, Atila o Ñu. Era un antiguo cine y estaba situada en el barrio de San Blas, en medio de un descampado, con una comisaría al lado y separada por un trayecto de unos 100 metros desde la puerta hasta la boca de metro que, por cierto, siempre se me hicieron eternos.

En esa época yo vivía en el Parque de las Avenidas, en la línea naranja de metro que, en ese momento, empezaba en la Avenida de América y acababa ahí, en San Blas. Así que compartí muchos trayectos con heavys que iban allí los fines de semana para lucir cardado y darle duro al air guitar,  término que por supuesto aun no se había inventado, pero que se practicaba con entusiasmo y pasión en la pista,  como pude comprobar repetidas veces. Esos trayectos eran también compartidos con una buena colección de cadáveres andantes que, enfundados en sus chandals, y no precisamente para entrenar la maratón, se acercaban al barrio para saciar sus adicciones. Eran tiempos duros, quizás el final de esa época donde esa decrepitud gozaba de visibilidad, el caballo seguía machacando sin misericordia y los yonkies eran parte del paisaje urbano.

El caso es que acepté ir a hablar con Ángel, el dueño, para ver qué es lo que buscaba. Por supuesto, iba acojonado, era mi primera expedición hacia el barrio y no tenía excesivamente claro a qué me enfrentaba. Llegué sano y salvo, esa vez y todas las veces que fui. Jamás tuve ningún problema con la gente del barrio, más bien todo lo contrario.

Ángel era un tipo entrañable que se escondía detrás de unas gafas tintadas de culo de vaso y un cierto look torrentiano. De música no tenía ni idea, pero adoraba su negocio y lo disfrutaba desde primera hora de la mañana. Siempre empezaba las frases con un “Niño”. “Niño, que esto en los 70 era un templo de tal…”,”Niño, que si hay que hacer carteles que salga baratitos”, “Niño, te voy a invitar a unas mollejas de llorar” y en su despacho comprobé, entre otras cosas, que el tema del garrafón era real: un día descubrí un complicado entramado de tubos y jeringas destinados al trasvase de alcohol desde una especie de bidones hasta las botellas de diversas marcas. Por supuesto desde ese día solo consumí cerveza.

El resto de la plantilla de fijos lo componían una pizpireta y castiza señorona que alternaba la taquilla y el puesto de hamburguesas, y de la que las malas lenguas decían era la amante de Ángel; un señor que ejercía de portero y de chico para todo y por supuesto el DJ, que no recuerdo cómo se llamaba, pero si que era un ex componente del grupo Bella Bestia, cosa que para qué engañarnos, me tenía fascinado. Conservaba el corte de pelo a lo caniche y usaba mallas.

La familia Argentina me recibió con los brazos abiertos, los números no salían y cada vez iba menos gente, quizás la solución era esa vuelta de tuerca a la programación y en ese punto entraba yo, un pipiolo que aún alternaba la carrera de Historia del Arte con los inicios de Subterfuge, y que lucía un peinado a lo tazón garajero, lo que hacía mucha gracia a algunos macarras de la zona, apodándome de manera cariñosa, creo,  como champiñón.

Llegué a un acuerdo de un fijo por concierto, que no sé por qué razón acostumbraba a pagarme en monedas de 50 pesetas, lo que me provocaba aun más desazón en los trayectos cruzando el descampado. Además diseñaba los carteles, los panfletos (pre flyers), los repartía por tiendas de discos y también dentro de mis responsabilidades estaba intentar que los medios anunciaran los conciertos.

Y así, que para San Blas, y por un periodo de 4 meses a lo sumo, me llevé a un montón de grupos amigos como Los Imposibles, Snap, La Perrera, Cerebros Exprimidos, Wipe Out Skaters, Blackmoon Fire, Las Vírgenes, SDO 100% Vegetal, Patrullero Mancuso, Los Elementos, Freedom, Raunch Hands, Los Bichos, Pleasure Fuckers…. que a duras penas metían 50 personas en una sala con un aforo para 1000. Un día Ángel me llamó, y entre molleja y molleja me dijo “Mira niño, esta música que tú escuchas aquí no gusta y el público que traes son todos una panda de pijos que les da miedo venir a San Blas. Así que a partir de ahora voy a organizar yo también los conciertos, me han hablado de un grupo de Hortaleza con tirón que se llaman Los Porretas…”, a lo que respondí, primero con los clásicos “Hay que darse tiempo”, “La gente tiene que conocer la sala y bla bla bla” y un rotundo “Mira Ángel, no tengo ni idea de quien son Los Porretas, pero encima con ese nombre no lo veo…”. Pero el sí que veía, de hecho el día en el que finalmente tocaron había el doble del aforo permitido y otro tanto fuera; unas 3000 personas, así, a ojo.

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Automáticamente presenté mi renuncia como programador, o me forzaron a ello supongo,  aunque continué coordinándolo un par de meses más. De esa manera pude conocer a gente como Soziedad Alkolika, Andanada 7, Radikal HC, Manolo Kabezabolo o Matando Gratix, con los que musicalmente no tenía ningún nexo, pero que veía como cada fin de semana reventaban la Argentina y hacían a Ángel y a su equipo feliz. Así que, aprovechando el subidón, volví a Malasaña, volví a casa.